A Salvador no le hacía falta nada. Era un tipo que
prácticamente tenía la vida resuelta: esposa, hijos, un trabajo estable que le
permitía a él y a su familia vivir de manera relajada, uno que otro inconveniente
de esos que ocurren cada tanto tiempo, pero nada fuera del otro mundo. Así, la
vida de Salvador, fue lo que la sociedad gusta calificar de perfecta, vida
plena, realizada.
Estelita, la madre de Salvador, siempre quiso ver a
su hijo con una carrera universitaria, le decía que para ser alguien en la vida
tenía que estudiar, ir paso a paso, primero la educación primaria, luego la
secundaria; realizar estudios de bachillerato y de ahí saltar a la universidad.
Para eso vivía Estelita, para ver a su único hijo armado para la vida, con sus
estudios completados, así pensaba ella. Salvador le cumplió a su madre ese
sueño: se graduó allá por los noventas. “Ya eres todo un licenciado, hijo, como
tu padre; serás el mejor, mejor que él”, le dijo a Salvador el día en que se
tomaron la foto en la ceremonia de graduación. Salvador nunca ejerció su
carrera porque en realidad las leyes no eran lo suyo, estudió aquello más por
influencia de su padre don Pedro que murió cuando él cursaba el quinto semestre
de la carrera. En realidad para Salvador todo era negro, no veía claro. No
parecía sentirse cómodo con su vida, ni con lo que ocurría a su alrededor. Era
simplemente cumplir sin motivación, estar, ocupar un espacio pero sin saber muy
bien qué hacer allí.
Poco después de haberse graduado conoció a Nadia, la
que sería su esposa durante quince años. Nadia tendría veinticinco años de edad
cuando se encontró a Salvador. Ambos esperaban la llega del tren que cruzaba de
un extremo a otro la ciudad. Era tarde y en el andén en el que estaban había
muy poca gente. Salvador, un poco para romper el silencio, esos silencios que
crean un vacío chocante, le dijo dos o tres palabras que hicieron a Nadia
volverse a él. Ella lo miró en una suerte de cursilería barata que a Salvador lo
hacía avergonzarse cada que lo recordaba: “sí, fue así como dicen que pasa,
como en las películas, como las comedias románticas: de pronto la vi y me vio
y…, la verdad yo solamente quería hablar con alguien, pudo ser un hombre y le
hubiese hablado de la misma manera. Era una hora de viaje, se me habían
olvidado los audífonos, no tenía nada qué leer, iba a ser un aburrimiento
obsceno aquello. Le dije esto y lo otro y se enamoró de mí”.
“Nos enamoramos a primera vista”, eso siempre decía Nadia
cuando algún vecino o familiar tocaba el tema. Salvador no se enamoró nunca de
Nadia o si lo hizo fue muy a su manera, y su manera un tanto peculiar, era
enamorarse de una forma lentificada, echarse a la hamaca y ver el resto desde
un plano despreocupado. Para él lo principal era la compañía y no tanto el
hacer de novio y menos de esposo. No quería casarse, nunca pensó en atarse a
alguien; sin embargo, no pasaron más de seis meses, y ya estaba casado. “Nadia
insistió” dijo Salvador cuando un par de amigos le preguntaron con sorpresa
acerca de la boda. Otros le preguntaron a Salvador si tendría hijos, y él contestaba que no sabía; si le
preguntaban si ella era el amor de su vida, él contestaba que no sabía; acerca
de quiénes eran sus suegros, el respondía que no sabía; ¿luna de miel?
Contestaba que no sabía; ¿planes? Salvador no sabía; si le preguntaban dónde
estaba el baño, les decía que al fondo a la derecha.
Al mes de casado y después de haberse pasado la luna
de miel encerrado en el hotel, porque a Salvador la verdad que la playa no lo
entusiasmaba, regresaron a la ciudad y él, junto a un par de amigos, crearon
una empresa dedicada al transporte. Les fue muy bien, tanto que Salvador le
compró a Nadia la casa que ella siempre soñó, y la camioneta que también ella
soñaba cuando veía a las otras mujeres salir del centro comercial con las
bolsas de las compras en mano y dirigiéndose a sus respectivas camionetas que
estaban horribles pero funcionales, de esas donde puedes cargar hasta con los
suegros, porque todo cabe y los niños pueden ir cómodamente sentados, mientras
juegan y dicen cosas disparatadas y gritan y patalean y hacen todo eso que a
Salvador le producía migraña y asco. Pero ni con ello evitó tener hijos con
Nadia: Pablito el menor, Laurita la de en medio y Carlos el mayor. “Nuestro
primer hijo, Salvador, ¿no estás feliz? Si quieres le podemos poner tu nombre:
Salvador”, le dijo Nadia a Salvador pocas horas antes de que naciera Carlitos.
Salvador hizo una mueca de me da lo mismo. Así, Carlitos, se llamó Salvador hasta
el día en que lo bautizaron, porque cuando el padre preguntó por el nombre del
niño al que bautizaría, Salvador, en esos momentos en los que contestas sin
pensar, dijo “Carlos”, pudo haber dicho Roberto, Gerardo, Erick, Eduardo o
Antonio, pero al final dijo Carlos. Nadia y los padrinos pusieron cara de
sorpresa pero no dijeron nada. Salvador salió del templo sin persignarse ni una
sola vez porque no era seguidor de la religión católica a la que pertenecía
Nadia, y toda su familia, de hecho de ninguna otra. Simplemente fue al bautizo
porque le dijeron que debía ir y así eran las formas.
Pasaron los años y Salvador vivía como un autómata:
6:00 de la mañana, la alarma suena, Salvador se levanta, va la baño, mea,
prende el calentador, espera adormilado por diez minutos, luego vuelve al
cuarto de baño y no sale hasta después de cuarenta minutos. Sale listo para
irse al trabajo. Nadia ya corre por toda la casa porque es hora de preparar el
lunch de los niños y alistarlos para la escuela. Salvador se va y dice un “nos
vemos en la noche” sin mucha convicción, ella le revira con un “te amo”
apresurado que Salvador no escucha ni quiere escuchar porque está pensando en
su rutina. Llega a su trabajo y se pierde por doce horas, da la noche, regresa
a casa fatigado, harto y sin ánimos. Nadia tiene la cena lista después de un
día cansado en donde aparte de atender a los niños, trabaja en proyectos de
varias asociaciones benéficas, fundaciones y esa clase de cosas. Los niños
están haciendo lo suyo: molestar por puras ganas a todo lo que se mueva. Nadia
le da un beso en los labios de Salvador que para ella siempre son diferentes
pero que para él siempre son los mismos los de ella y se deprime. Estelita a
veces llama y Salvador le dice “estoy bien” y le pasa el teléfono a Nadia para
que salude a la suegra que está más sola que un perro. Después, los niños se
van a dormir, y Nadia se acuesta con la lámpara encendida para seguir
trabajando en el proyecto en turno. Salvador se duerme y al otro día lo mismo.
El domingo irían a comprar la despensa al centro comercial más cercano, tomar
eso como un día de campo, llegar a casa, ver un poco de televisión. Salvador
saldría a la terraza, vería el cielo más negro que de costumbre, maldecirá al
mundo, a la vida, a él y a Dios, en esos momentos en los que puede pensar, pero
duran segundos, después regresaría a la recámara, tendría sexo en la misma
aburrida posición con su mujer y se echaría a dormir. Así por más de diez años.
Salvador se consumió por dentro y por fuera durante
esos años, logró aguantar cinco años más, o más bien, fue hasta que Nadia dijo
estar cansada y harta de él. Dijo el porqué, pero Salvador no escuchó, mientras
ella le recriminaba tal o cual cosa, él se imaginaba en otro lado, en un lugar
donde no estuviera ella, ni su trabajo, ni su madre, ni sus hijos, ni su padre
muerto, ni su título universitario que sirvió para maldita la cosa, ni su casa,
ni su trabajo, ni su empresa, ni nada.
Le firmó los papeles de divorcio. Le dejó la casa,
el auto, la cabaña en el campo a la que nunca fue él —pero si ella y los niños
y los suegros—, su parte de la empresa. Le dejo al perro, a los peces, a la
tortuga, al loro, al gato callejero que llegaba de vez en cuando a ronronear,
al amigo de Carlos que se la vivía con ellos y ya parecía otro hijo. Le dejó su
ropa, los zapatos, sus calcetines, los libros, las revistas, el lado derecho de
la cama y hasta a Estelita. Pero Nadia no estuvo conforme hasta que dejó en
claro que ella se quedaría con los niños. Y Salvador dijo “sí, sí, sí” infinito
número de veces hasta que Nadia se hartó de tanto “sí” y lo volvió a mandar al
carajo una vez más. Salvador lo único que quería era largarse de ahí y así lo
hizo.
Salió del despacho. Caminó entre calles para después
salir a una ancha avenida, ahí se detuvo un momento, vio el pasar de la gente,
imaginó la vida de cada una de ellas, y sintió nauseas. Subió a lo alto de un
edificio y desde allí dejó que el viento le diera de lleno. Pensó en todos los no que se guardó durante sus cuarenta y pocos
años de vida, pensó en por qué no pudo mandar al diablo la universidad cuando
murió su padre, pensó en por qué no pudo dejar hablando sola a Nadia y largarse
cuando el viaje de tren terminó; pensó por qué no pudo decir no cuando Nadia pidió casarse y tener
hijos. Pensó en por qué se dejó al martirio de la vida “normal”. Pensó en por
qué no pudo negarse al hecho de tener que hacer lo que se debía hacer y no lo
que quería, para mantener a una familia que nunca quiso. Pensó que nunca supo
lo que quería. Pensó en que por fin tenía tiempo para pensar, y pensó que nunca
pensó. Pensó que ya de nada servía arrepentirse, que era demasiado tarde para
comenzar de nuevo y se dejó al vacío como si de una paloma liberada se tratase.
Comentarios
Publicar un comentario