Mi
necesidad básica como mexicano es quedarme colgado de su pecho izquierdo, mamar
por un año e incluso más, después aprehenderme de su mano o acaso solo sentir
su brazo cerca. Más tarde rechazo y niego todo menos a ella –mujer
abnegada, insatisfecha, costumbrista, frustrada, asexuada–. Tiempo después soy su
razón de existir y nada más.
Luego,
el abandono después de muchos años, mas nunca se transforma en una visión
borrosa en mi mente; por el contrario siempre aparece.
Ya es
una anciana y yo un hombre maduro y tengo hijos y digo que he vivido algo, y
tengo una mujer que ya entra a la categoría de madre y todo lo que esto implica.
Cuando
deja de pasar el tiempo por ella y parece que siempre ha sido vieja, abuela,
retrato inolvidable de los nietos, respira, porque ya solamente se sabe madre.
Allá,
en un rincón, aventada en la casa de un hermano que ya la considera una pieza
de museo, reliquia o mueble, muere.
Abrazamos
el féretro de la madre y lloramos como niños porque ¿qué haremos sin ella?
Mi esposa
ahora es mi madre y la de mis hijos y ésta se vuelve a mí, con su mirada de
mártir espera que su hombre mexicano por fin se desprenda del cobijo materno para que ella también
pueda ser libre.
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