Allá
cada atardecer es una muerte y una resurrección. El fin del mundo. Por la
noche: el juicio interno; impones tus propias penitencias; tratas de
indultarte: algo no te lo permite. Así, en un pueblo playero al norte de
Veracruz me remonto. Veo detrás de mí una precaria casa que en años de infancia
se llenaba de arañas, la hacían su hogar por meses, hasta que regresábamos en
familia, cada vez que nos acordábamos de ella, y entonces a fumigar embarazados de
terror, luego, el gozo del que solo puede enamorarse el citadino. Sin embargo,
las tardes ahí eran un eclipse magnánimo, las palmeras tranquilas bostezaban,
al fondo el oleaje rebasaba calles de arena, palmas secas esperan apiladas ser
fogata; las casas vecinas abandonadas, con los terrenos sucios de naturaleza
muerta, luego quedaba quieto: el entorno, sin darme cuenta, me hizo suyo y
frente a mí mismo, sintiendo como todo lo realizado y realizable no tiene
ningún valor en un momento así, en el que te enfrentas a la pequeñez del ser
humano: vuelta al origen; entendí.
A
la naturaleza no le basta arrancarse las vestiduras y lanzar terremotos o
tsunamis al por mayor; le basta con mostrarse en plenitud en uno de sus cambios
de vestuario para decirnos que no somos más que almas asustadas. Porque ese
atardecer de costa, esa naturaleza desnuda, te deja sin cuerpo, te quita los
brazos, piernas; te deja en un tronco para sostener la cabeza, bromea, porque
deja la cabeza sabiendo que la utilizarás para tratar de razonar eso que el
alma ya siente en plenitud y que es como un llamado a la otra vida. Para
entonces el calor deja reposar los humores en la hamaca, y el alma se quiere ir
con el atardecer, dejar al cuerpo, dejarnos allí sobre la arena negra y con
pedazos de cascara de coco sobre nosotros.
Estás
cansado de tanto mar por la mañana, de la comida que te hace doblemente tú.
Después ves a tu familia rendida, el tío dormita frente a un pequeño televisor
con antena de gancho oxidado; el bebé de la nuera duerme sobre un colchón de
resortes expuestos. Dentro de la tienda de campaña enterrada en la arena los
primos espantan insectos que pasan por fuera de su tienda. Te preguntas por qué
sigues vivo, qué valor tiene la vida; y la naturaleza ya se burla porque sabe
que cuando se muestra en atardeceres, es la hora donde te agarra con la guardia
baja. Entonces mueres una, dos y a la tercera vez pensarás, como yo lo hago
ahora, que somos arañas que habitaron la ruinosa casa por casi todo el año. Que
no somos más que palmeras quietas, que de mañana y tarde y bajo la acción de
otras fuerzas se mueven, después duermen. Somos el coco que cae de la palma,
que cae en la cabeza de un distraído o del débil mental que nunca pensó que los
cocos son capaces de deshacerse de la palmera. A unos metros camina una mujer
de la localidad, descalza, con ropa vieja, carcomida por tantos años de sol; y
la ves tan apacible, en un adormecimiento natural; va sabiéndose arena, mar,
hoja, lancha, pescado, red, techo de adobe; sigue, me ve desde lejos y saluda con una mueca
tímida. ¿Qué será esa vida llena de sol; en la que entiendes que no eres más
que la arena que pisas y todo lo demás?
Vida
y muerte en unos minutos, la significación de lo que en verdad eres te lo da
ese atardecer. Te remueve todo por dentro al punto que te hace ver que no eres
nada de lo que pensabas, que en realidad eres percepción. Ahí, embarrado en
savia, hipnotizado por la natura, algo dentro de ti se acepta vivo y te niega a
la vez. Regresas. Ah, suspiras crédulo, con la bendita inocencia colgando de tu
cuello. Identificas lo anterior como la tranquilidad, el punto máximo de
relajación, eso mismo que se busca al salir de vacaciones; esa melancolía que
te recorre por disfrutar tan bello momento y que gozas. Y nunca te preguntarás
lo cerca que estuviste del origen. La naturaleza entonces se ruboriza al ver
que ya no te tiene…
Después
la noche.
Este texto es parte de
una novela inédita de mi autoría y que anda por ahí.
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